El mestizo

El mestizo

Carlos Salazar Herrera

Est’es mi rancho, dentre usté, aquí se acomoda.

Era ya casi la noche. El hombre encendió una vela de sebo; entonces pude observarlo. Era un mestizo, tipo del costeño rancio, flemático, por el clima demasiado tórrido. Su cara estaba señalada por el látigo del mediodía. Nos sentamos a una mesa.

 

—¿Hace mucho tiempo vive usted aquí? 

—Cincuaños.

 

—Pero… ¿No tiene usted mujer? 

 

El hombre se me quedó viendo, huraño y desconfiado. Luego bajó la cabeza.

—Tenía una… ¡Se murió!… No quiero tener otra. 

 

En un rincón había una garrafa. El hombre la subió a la mesa.

 

—Es guaro’e charral. 

 

Bebimos un trago. Después sólo él seguía bebiendo. 

 

—Se murió… No quiero tener otra. 

 

Entonces empezó a hablar, más bien que relatando, haciendo recuerdos en voz alta. 

 

—Se murió. V’hacer dos años. ¿A ver…? ¡Sí!… Dos años. No era Manuela una buena mujer. Yo estaba encariñao con ella. Pa qué jue tonta. ¡Mi’alegro que se haiga muerto!

 

El hombre seguía bebiendo.

 

—Un día jui a Chomes a mercar una mula pa’ir a Orotina a vender peje. Estuve ocho días ajuera. Cuando volví, Manuela er’otra. Yo y ella nos habíamos  llevao  siempre muy bien. Yo estaba encariñao con ella. Pos jui un día y ledigo: “A vos te pasa algo, Manuela, sos otra. ¿Qué tenés?  Decime: ¿qué te ha pasao?” 

 

El hombre bebió otro trago. Por las grietas del rancho entraba la fosforescencia, del mar. Ahora estaba de vaciante, sosegado, quejumbroso apenas. Oíase lejano el chapoteo de una lancha en el desaguadero del Tárcoles y el monótono croar de un sapo.

 

“No tengo nada, hombre, ¡déjame!”

“Mira, Manuela, no seas así, vos has cambiao mucho. Estás hech’otra.” 

“Pos…  Cad’uno es cad’uno” —me dijo.

—A yo m’entró  com’una cólera, pero  pa’evitar me quedé callao. 

 

Sobre la mesa chisporroteaba la vela, haciendo una estalactita de sebo. El hombre llenó su jarro. 

 

—Pos un día l’hallé platicando con Juan Lobo. Juan Lobo es un hombre que vivía a media hora de aquí. Ya se jue, quién sabe pa’onde. En la noche d’ese mesmo día, había una tempesta. El mar estaba picao y relampaguiaba con tormenta. Yo salí a meter la mula que había arrancao a juir ahi p’adentro.  Cuándo volví hallé a Manuela alistando un motete con su ropa. “¿Idiay… Manuela? ¿Qu’es eso?” 

—Yo me acordé qu’ese día la vide platicando con Juan Lobo y se me puso que habían andao en enredos mientras yo andaba en Chomes. “¡Mira, sinvergüenza, vos tevas’ir a juntar con ese hombre!”

—Pos va la maldita y se m’encara y me dice: “Sí, vo’ir a júntame con él. Me gusta más que vos. Cad’uno es cad’uno.”

—Está bien —le dije—. ¡Ándate ya! ¡Pero ya!… ¡Si es que podes llegar!… —Ella salió pa juera.

 

Los ojos del mestizo irradiaban, y bebía, bebía sin lograr emborracharse, y oprimía con su manaza el cuello de la garrafa como si quisiera estrangularla. En la pared, colgado de un clavo, había un rifle de grueso calibre. 

 

—Cad’uno es cad’uno

 

—roncó el mestizo; y después de una pausa

 

—: ¿Le dije a usté  qu’esa noche había tormenta? 

 

El hombre tapó con el corcho la garrafa.

 

 —¡Pos… la mató un rayo!

Gilberto Quesada
Consultor
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Antes Grupo Kaizen 

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