El estero – cuento

El estero

Carlos Salazar Herrera

A la sombra inclinada de un higuerón, Maurilio, con un garrote de guayacán, descascaraba unos palos de mangle sobre una horqueta, después de haber picado en leña una carretada de trozos. A cuatro o cinco pasos de distancia lo miraba Toño, tumbado boca abajo, sobre la proa de un bongo viejo y desmantelado. Las astillas del mangle, de un color rojo fuego, parecían pavesas desparramadas sobre la arena.

 —¿No te cansas d’estar de vago, Toño?

—No. A veces me canso de verte trabajar, Maurilio.

Algo lejos, sobre una panga volcada bajo un almendro, Oliva sacaba chuchecas de un montón de conchas. Un escandaloso remolcador tiraba de un tren de lanchones repletos de ganado.

Hacia la Isla de Chira, entre los espacios de unas y otras nubes, pasaban los rayos del sol, igual que el aparejo de un enorme velero fantasma, desdibujado por la distancia. El estero brillaba rojizo, como una lámina de cobre amartillado. De rato en rato, Toño arrancaba su mirada de la labor de Maurilio, y. la echaba a descansar encima de Oliva. Maurilio seguía descascarando palillos de mangle. En aquel ardiente clima, Oliva, así, sentada, acinturadita y morocha, parecía un calabazo lleno de agua fresca. Maurilio cogió su orgullo y lo puso a un lado.

 —Déjamela, Toño, no seas mal amigo. Vos sos muy suertero con las mujeres… Yo no. Vos la querés como a todas, pa burlarte d’ella y desacreditarla. Yo la quiero pacasarme, y pa estimarla toda la vida, hasta que me muera… ¡Déjamela, Toño, no seas mal amigo!

—Pues está bien, Maurilio, me quito. Ya está. Y Toño se fue para su casa, dejando el puerto franco para que su amigo bogara a todo trapo. Maurilio terminó su tarea y caminando en dirección hacia Oliva, pasó bajo un molinete en donde se secaba un chinchorro, y alegremente lo puso a girar de un manotazo.

—¡Qué dicha que vino usté, Maurilio —dijo la muchacha

—, estaba desiando que viniera!

—Pos aquí estoy pa servirle, Olivita.

—Gracias; pa eso lo quería’, Maurilio, pa’que me le lleve un recao a Toño: dígamele, si me hace el favor, qu’esta noche lo espero en aquella lancha…

Maurilio se vino caminando muy despacio. De pasada, detuvo el molinete que todavía estaba dando vueltas. Llegó al montón de leña. Empujó el garrote de guayacán con el cual estuvo descascarando mangle, y lo arrojó al estero con mucha fuerza… como quien manda al diablo… ¡todas sus esperanzas!

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